martes, 21 de junio de 2016

Un alegato en defensa de lo público



No pretendo afrontar el asunto de los servicios públicos desde posiciones técnicas ni económicas que, ciertamente, escapan a mis capacidades. Más bien expondré una defensa ideológica de la nobleza del carácter público de determinados sectores que atienden necesidades básicas e irrenunciables a todo ciudadano.

Y es que el neoliberalismo, esa facción extremista del capitalismo que está llevando a límites obscenos su afán por acaparar beneficios, extrayéndolos de cualquier parte, se afana en dinamitar los servicios públicos -a los que todos contribuimos con nuestros impuestos- para demoler su calidad y, de este modo, implementar en el mercado sus ofertas de carácter privado, inspiradas en una atención basada en una falsa excelencia y, eso sí, bajo precios prohibitivos.

Inmenso Forges, siempre certero
Pero comencemos por dejar claros los principios del servicio público: son aquellos que, creados para producir y suministrar determinados servicios básicos a los que toda persona tiene derecho, cubriendo así tales necesidades que garanticen el mínimo bienestar de los miembros que componemos la sociedad. Debido a que son derechos, no pueden ser sujeto de comercialización, correspondiendo al Estado garantizar de hecho que todos los individuos los disfrutan con suficiencia y equidad.

Bajo este prisma, pues, uno se pregunta por qué la educación, siendo un derecho, así como un bien que ha de revertir de manera sobreabundante –en términos no necesariamente monetarios- en el futuro comunitario, ha de que reportar beneficios económicos a terceros. Esta cuestión es trasladable a la sanidad, los transportes urbanos, interurbanos y nacionales, a los suministros de agua, electricidad o gas, a las pensiones, etc.

Nadie duda que ofrecer un sistema sanitario que cubra las necesidades de su población tiene un coste, pero es que a ese coste es precisamente al que van destinados nuestros impuestos. ¿Por qué se tiene que comercializar un servicio que ya se está dando, cuando esto derivará en un sobrecoste que repercutirá en el precio final que deberá abonar el consumidor? Un sobrecoste que está destinado, exclusivamente, al pago a terceros en concepto de beneficios por la prestación de un servicio. En otras palabras: si nuestros impuestos sirven para pagar un servicio, ¿por qué privatizarlo para que lo hagan unos señores empresarios que añadirán a su factura el importe de la plusvalía que pretendan ganar? Además, se instaura un copago, puesto que los que paguen impuestos estarán contribuyendo a una serie de servicios que no utilizarán, ya que los que usan los pagarán de manera complementaria.

Por referirnos a algo que se pueda cuantificar utilizaremos como ejemplo un servicio de suministro: la electricidad. Supongamos que generar y hacer llegar a mi hogar la electricidad que anualmente consumo tiene un coste neto de 300 €, a lo que habrá que sumar la parte proporcional del mantenimiento de las instalaciones, así como la que corresponde a los salarios de todos los trabajadores del sector. Añadamos a esta cifra un porcentaje extraordinario destinado a financiar la investigación y desarrollo de ese ámbito, y el total real de nuestra factura mensual será, en comparación con el importe actual, irrisorio, máxime cuando la inmensa mayoría de las infraestructuras están más que amortizadas.
Otra gran viñeta de El Roto
Pues bien, que alguien me explique por qué regla de tres este servicio tiene que ofrecerlo una empresa privada cuya finalidad es, expresamente, conseguir beneficios. Ello supone un incremento en nuestra factura que únicamente responde a ese afán de beneficios, cuando la lógica más elemental dice que un servicio esencial como este puede ser perfectamente ofrecido por el Estado y subvencionado con nuestros impuestos. Entonces, ¿por qué pagar más?

Pues esta misma norma es la que se debe aplicar a esos otros sectores que ofrecen servicios básicos: sanidad y educación, sobre todo, por ser pilares maestros en toda sociedad.

Repito: ¿por qué aumentar el coste final de un servicio, simplemente para conceder una obtención de beneficios a manos privadas? Es indecente comerciar con la sanidad o la educación; nuestros impuestos deberían bastar para sufragar los costes y salarios de todo el sector. Esta es, y no otra, la finalidad de los impuestos.

El sector privado, en cambio, a través de su sucia mirada, ve negocio donde sólo debiera existir civismo en una sociedad adulta. Por eso el neoliberalismo se esfuerza en desprestigiar todo lo público, torpedeándolo y tachándolo de ineficaz y de mala calidad; de este modo genera la demanda de un mejor servicio, generando así mercado y competencia. Y así es como los diferentes gobiernos han ido vendiendo nuestra alma al diablo. Es un fraude –así, sin paliativos- porque los responsables han sido, en todo momento, conscientes de ello.

Cuando amigos y familiares me dicen que las listas de espera en los hospitales son a meses vista; cuando me comentan que la enseñanza pública es infinitamente más mediocre que en los centros concertados o privados, lo dramático es que tienen razón.

Estamos contribuyendo, entre todos, a fulminar un sector público éticamente insustituible y económicamente mucho más viable.

Pero, además, el neoliberalismo no ofrece excelencia a bajo coste. Uno siempre tiene la percepción que su oferta tiene un subrepticio (o no tanto) carácter usurero: nunca se permiten conceder a su cliente (que no alumno ni paciente) nada más allá de lo estipulado contractualmente. Por eso los seguros de coche u hogar, las clínicas privadas y mutuas, etc., nos genera una fuerte carga de antipatía: realmente no hay humanidad ni empatía hacia sus clientes y usuarios, sólo un contrato legal infranqueable.

De ahí este alegato por unos servicios públicos de calidad, que no tienen que reportar beneficio económico alguno, pues su fin último es ofrecerse a la sociedad, que no es sino quien la financia mediante distintos impuestos y a quien están destinados. En un país de pícaros, en el que se envidia a ladrones y sinvergüenzas, en el que se aspira al pelotazo indiscriminado, deberíamos mirar con admiración países como Finlandia o Suecia, cuyos servicios públicos son ejemplares.

Y que conste que, a pesar de lo que nos quieran hacer creer PP, PSOE y C's, el incremento de los impuestos para su financiación sería altísimamente rentable para los usuarios, pues ahorraríamos ingentes cantidades en gastos cotidianos (transportes, tasas, luz, agua, copagos farmacéuticos y de todo tipo...) que, asimilados por la costumbre y la resignación, hemos creído, aceptado y dado por buenos, incluso convenientes y hasta necesarios para el mantenimiento presupuestario, cuando en el fondo son medidas diseñadas para cubrir las malversaciones y robos a los que han sido sometidas nuestras arcas públicas.


El neoliberalismo, mal que les pese a muchos, es un sistema indecente que, carente de escrúpulos, comercializa lo inimaginable para alimentar la maximización de beneficios. Desacraliza lo intocable (sanidad, educación, dependencia...) para ponerlo en venta, despreciando a la masa social, a quien expropia de bienes y derechos bajo pretexto de nuestra propia conveniencia. Fomenta la desigualdad (y es que vive de esa desigualdad) generando deseos artificiosos, hasta el punto de ser nosotros quienes clamamos por este sistema vil.
Se requiere de la gente una mirada crítica, un cuestionamiento permanente de quienes nos gobiernan y gestionan lo público. Que no nos encandilen sus buenas palabras, y sometámoslos a un examen y una rendición de cuentas asfixiante. Nadie negará que los precedentes justifican la desconfianza. Hoy por hoy, ser confiados es sinónimo de ser pardillos.

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