lunes, 30 de mayo de 2016

El discurso destructivo (I). Consideraciones previas.



Parece que, tras décadas de un bipartidismo atroz del que se han servido políticos, empresarios y sinvergüenzas de distinta calaña para esquilmar y comerciar con los recursos públicos en su beneficio, comienza la sociedad a tomar conciencia del cambio de ciclo que se nos viene encima. Podríamos aplicar aquí la teoría darwinista de la selección natural que afirma, grosso modo, que la Naturaleza utiliza sus mecanismos para desechar lo imperfecto en favor de una situación más adecuada y dirigida a una mejor estación que la precedente. Esto es, la evolución misma.

Si echamos un vistazo a la propia existencia comprobaremos que, en efecto, esa evolución es siempre progresiva en sus resultados, aunque a menudo éstos se hayan dado sólo a costa de sufrir y superar desgarradoras tragedias (naturales o provocadas).

Con esto quiero señalar que, a pesar del hombre, quien se considera dueño y señor del mundo que habita, se da una fuerza superior a él que lo somete a una permanente e imparable evolución.

Es innegable que la existencia, enmarcada en las dimensiones física y temporal, admite cualquier cosa excepto quietud. Dice Heráclito (aunque de otro modo) que uno no podrá bañarse dos veces en el mismo río: el agua del río habrá cambiado, y la persona también.

Una vez establecido el constante desarrollo de la realidad, a nivel universal e individual, se puede comprender que el conservadurismo social y político, al colocarse en franca oposición a la tendencia al movimiento natural de todas las cosas, se condena a sí misma, como así nos muestra la Historia.

Hoy, la humanidad (si descontamos los pueblos primitivos y las culturas retrógradas cuyo desarrollo camina por lo que fue nuestra Edad Media) acepta de forma tan indiscutible determinadas cuestiones que hasta hemos olvidado que, para llegar al punto en que nos encontramos, muchos debieron luchar y morir por ellas. La democracia, la igualdad racial y de género, la libertad, los derechos laborales o el principio de solidaridad, por ejemplo, son asimilados sin esfuerzo por nuestra conciencia (no tanto por nuestros actos), aunque antaño sólo algunos pioneros tuvieron más desarrollado ese grado de intuición, muy superior al que imperaba en su momento.

Hoy la situación política en España se ha visto zarandeada por la incontenible fuerza natural del progreso. Ello viene derivado de un hartazgo social propio del abuso continuado e ilimitado con el que nos han castigado. La Naturaleza utiliza como herramienta evolutiva la desmedida ambición de poder de unas élites para hastiar a su pueblo hasta llevarlo al límite y provocar su estallido (Revolución Francesa, Revolución Rusa, Comunismo, Socialismo, Sindicalismo, Anarquía, etc. son respuestas violentas e intelectuales a estas causas). De este modo la sociedad se desparasita a sí misma eliminando o anulando a sus perjudicadores, lo que acaba por suponer un avance general.

El problema es que, hasta ahora, el hombre no ha sido capaz de encontrar solución a su convivencia, viéndose limitado a extirpar de sí el cáncer. La implantación del nuevo sistema de turno, ‘salvador’ del pueblo, siempre ha terminado por convertirse en un nuevo virus que acabará extendiendo la metástasis. George Orwell lo plantea magistralmente en su imprescindible ‘Rebelión en la granja’: al final, un poder sustituye a otro.

La teoría del perfeccionamiento gradual, sin embargo, no encuentra contradicción alguna en este análisis. Muy al contrario, es lo que sustenta sus postulados: el hombre (la humanidad) evoluciona tecnológica, intelectual y moralmente partiendo desde un primitivismo animal que lo limita a la mera subsistencia y en el que anduvo instalado miles de años en un proceso evolutivo extremadamente lento; la sedentarización acaecida merced a la implantación de la agricultura y el pastoreo, al garantizar el alimento, supone el salto integral más importante conocido. Mientras que el ser humano, para llegar a tal estatus, precisó millones de años, el establecimiento en poblados ha permitido que en menos de diez milenios hayamos pasado de las puntas de flecha a la conquista de la Luna (por citar el hito por excelencia).

Pero, ¿qué tiene que ver esto con nuestra situación sociopolítica? Como apuntaba más arriba, nada permanece inmóvil, el progreso es una ley natural superior a toda voluntad, y estamos sometidos a ella incluso de manera inconsciente. Es necesario establecer unas bases mínimas que nos permitan comprender el comportamiento humano.

Ya de vuelta a la actualidad, la podremos analizar desde una perspectiva más abierta y ajustada a la realidad.

Será en la próxima entrada al blog.

viernes, 27 de mayo de 2016

Nueva vida



El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará. (Mt 10, 39).
Este versículo es otro de los que han generado ríos de tinta a cuenta de su significado profundo. Tomado literalmente suena duro, sectario, pretencioso, digno de fanáticos religiosos.
No se refería Jesús con estas palabras a que debíamos romper con el mundo y entregarnos a él como insensatos. Muy al contrario, nos llama a una severa reflexión de nuestro propio modo de vida; nos pide que nos sometamos a examen, confrontemos nuestras obras a lo que realmente se ajusta a las máximas del bien que Dios desea para sus hijos.
Jesús veía en sus oyentes la miseria moral a la que el tradicionalismo religioso los tenía sujetos. Esto no debía darse, ciertamente, por maldad; debían haber bastantes abusos por parte de las clases sacerdotales privilegiadas, pero el fuerte arraigo de las costumbres hizo que se diera por buena la suplantación de facto de una interminable serie de normas de vida respecto al espíritu de la Ley divina.
Todo camino es apasionante.
Jesucristo se dedica a dar plenitud a la Ley y los Profetas, desvelando todo su sentido, que nada tiene que ver con las formas cultuales que se venían aplicando. Así se comprende que aquellas pobres gentes, que no comprendían el verdadero valor de dichos mandamientos (yo prefiero llamarlos recomendaciones), no practicaran una vida ejemplar.
Cuando viene Jesús a decir que quienes encuentren su vida la perderán, está diciendo que los que permanezcan, como hasta entonces, ignorando la nueva interpretación religiosa, se condena a sí mismo a transitar por ese camino ancho de perdición; sin embargo, aquél que pierde su vida por él es quien ha comprendido que estas enseñanzas nuevas ha de aplicarlas en sus actos cotidianos para, de este modo, andar por el camino estrecho que lleva al reino de los cielos.
No es vanidad ni superioridad lo que pretende transmitir Jesús, sino seguridad: la seguridad con la que enseñaba en las sinagogas; esa seguridad proporcionada por el conocimiento cierto de Dios. Por eso asegura que él es la luz del mundo. (Jn 8, 12). Jesús no se reivindica a sí mismo, sino su enseñanza y su evangelio.
Cuando nosotros lo aceptamos, nuestra percepción cambia radicalmente en todos los ámbitos. Esperanzados, acogidos por el yugo de Jesús, vemos el mundo con otros ojos, como con un filtro que da a la realidad tintes diferentes. Somos más complacientes, más pacientes y comprensivos con los demás, más auto exigentes, pero también más críticos con la sociedad; denunciamos los abusos de los poderosos sobre la masa social desamparada (como ovejas sin pastor), así como tratar de hacer ver a ésta su situación, cuya suerte puede cambiar si toma conciencia de ello, pues al hacerlo modificará su actitud, contagiando de esta manera a otros y contribuyendo a tejer una red que, lenta pero inexorablemente, sirva para generar una sociedad cada vez más capaz y justa, pues la estaremos cimentando sobre la roca a la que alude el nazareno para alabar al prudente (Mt 7, 24s).
Jesús, con aquello de perder la vida para ganarla, no habla de mártires en honor de ninguna religión. Jesús no pretende instituir -y mucho menos institucionalizar- religión alguna. Él nos habla a la inteligencia, al corazón y al alma. A la inteligencia para comprender; al corazón para, habiendo comprendido, amar; al alma, para agradecer por la felicidad que viene de la fe, pero una fe bien entendida y libre de los dogmas, rituales e idolatrías derivados de pretender instrumentalizar lo inefable.

miércoles, 25 de mayo de 2016

'No legalismo, sino voluntad de Dios'



Continuando con la lectura del apasionante ‘Ser cristiano’ de Hans Küng he llegado a un apartado cuyo título he adoptado para encabezar este comentario.
En él, Küng nos confronta la verdadera intención de Jesús respecto al legalismo arraigado en la sociedad judía de su tiempo.
Un análisis sobrio, objetivo y cimentado en una lógica difícil de contradecir, en el que achaca a esa aplicación rigorista de la Ley por parte del pueblo -incitados por la clase sacerdotal- la relajación moral y la incomprensión de la voluntad real de Dios.
El «hacer la voluntad de Dios» se ha convertido para muchos piadosos en una pía fórmula. Han identificado la voluntad de Dios con la Ley. La verdadera radicalidad de la expresión sólo se capta si se reconoce que la voluntad de Dios no se identifica sin más con la Ley escrita y muchísimo menos con la tradición interpretativa de la Ley. Si es cierto que la Ley puede expresar la voluntad de Dios, también lo es que puede convertirse en un medio de parapetarse tras ella en contra de la voluntad de Dios.
Limitar la Ley divina a una serie de preceptos que rijan los pormenores de la vida rutinaria de los hombres es reducir a Dios a mero legislador. Jesús viene a reinterpretarla y enseñar a la gente el sentido profundo de la misma: No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud. (Mt 5, 17).
Parece, sin embargo, que tendemos a establecer códigos normativos que regulen todos los escenarios de actuación posibles: individual, colectivo y espiritual. Esto no deja de ser un problema, pues se acaba por perder el sentido original que motivó tal regulación. Habla Küng: Cuando se identifica la letra de la ley con la voluntad de Dios, el proceso parece ser siempre el mismo: por interpretación y explicación de la ley se llega a la acumulación de leyes. (...) Cuanto más fino es el entramado de la red, tanto más numerosos son también los agujeros. Cuanto más se multiplican los mandatos y las prohibiciones, tanto más se encubre lo verdaderamente esencial.
Hans Küng, todo un referente para un Cristianismo crítico.
Si extrapolamos a nuestros días la actitud que Jesús, en su magisterio, procuró corregir en sus contemporáneos, observaremos sin demasiado esfuerzo que la propia Iglesia padece ese mismo mal, por el cual se ha enterrado bajo semejante serie de ritos, sacramentos, rosarios, oraciones, novenarios, procesiones, fórmulas, jerarquías y un sinnúmero de tradiciones y normas de toda índole que únicamente atañen a lo externo, que se requiere un esfuerzo sobrehumano trascender todo ese entramado que mantiene sepultada la esencia espiritual de la religión misma.
Así, cuando uno acude a Misa comprueba que no consiste en otra cosa que una serie de pequeños ritos encadenados que representan tal o cual momento evangélico, explicitados de manera más o menos enrevesada, cuyo seguimiento, tanto por parte del oficiante como de los feligreses, se realiza de manera tan robótica y automatizada que ha perdido por completo su sentido.
Difícil es encontrar gentes de mi generación que no sepan de pe a pa las réplicas y acciones que aprendimos de pequeños, y que hoy repetimos, no por convicción, sino mecánicamente, en cada ceremonia.
Jesús insistió en minimizar los rituales, como vemos en diversos pasajes: Mt 5, 23s; Mt 6, 1-8; Mt 23, 23.
Tengo la triste impresión que aún quedan muchos católicos que se conforman con la Ley, sin aplicar su esencia. Católicos que consideran que únicamente con acudir al culto dominical quedan justificados ante Dios y ante sí mismos, tal como pensaban aquellos judíos a los que increpaba Juan el Bautista (Mt 3, 7-9).
Ciertamente son épocas distintas y fórmulas diferentes, pero el fondo del problema persiste: la implantación de preceptos superficiales ha acabado por borrar de nuestra conciencia el sentido real de la Ley de Dios.
Como nos dice nuestro querido teólogo alemán de cabecera: Esta es, propiamente, la actitud legalista a la que Jesús asesta el golpe de gracia. No apunta a la misma Ley, sino al legalismo, del que la Ley se ha de mantener distante, a ese compromiso característico de la piedad legalista. Jesús rompe ese muro protector de los hombres, uno de cuyos lados lo representa la Ley de Dios y el otro las prestaciones legales del hombre. No permite que el hombre se parapete en el legalismo dentro de la Ley (...). El hombre, en efecto, no se encuentra respecto a Dios en una relación jurídica codificada en la que su propio yo pueda mantenerse al margen. No debe situarse el hombre ante la ley, sino ante Dios mismo: ante lo que Dios quiere personalmente de él.
Este inapelable análisis que clarifica la actitud externa, tan generalizada en la época del Cristo, tiene enormes paralelismos con la que hoy padece una Iglesia católica de la que unos cuantos esperamos y fomentamos una reforma seria, profunda y honesta, que anteponga la verdadera Ley de Dios a los cultos (que no dejan de ser formas de idolatría) que no sirven más que para repetir fórmulas sacramentales sin más intención que salvaguardar la propia institución.

lunes, 23 de mayo de 2016

Jesús y el fin de los tiempos



Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio. Marcos 1, 15.

En los evangelios encontramos numerosas referencias a la inminente llegada del reino de Dios. Según leemos en ellos, Jesús, al igual que muchos de sus contemporáneos, habría creído en esa inminencia del fin del mundo. Tanto es así que gran parte de la fuerza de su discurso se nutre precisamente de esa circunstancia que situaba a la vuelta de la esquina el fin de los tiempos tal como eran conocidos.

Sin duda el hecho de ese cercanísimo juicio en que confiaba Jesús dotaba a su mensaje de una urgencia extrema: si no había de llegar mucho más allá de esta generación, la importancia que debía concederse a las cuestiones del mundo prácticamente se anulaba.

Por otro lado vemos que las profecías sobre el modo y forma de la venida del fin del mundo en Mateo 24, 15-36 dejan sin ubicación temporal, quedando una impresión de lejanía.

Pero el tiempo ha desmentido a Jesús y a todos los apocalípticos. El mundo sigue su curso natural y nada hace sospechar que vaya a sobrevenir el fin de los días.

Pero, ¿realmente creía Jesucristo en el apocalipsis? A mi entender, los evangelistas debieron malinterpretar el mensaje escuchado, y de esa errónea comprensión ha devenido toda una línea teológica y exegética ciertamente desviada de la propuesta original.

Cuando Jesús predica el final de los tiempos no se refiere a un único momento, común para todos los hombres y en un mismo instante, posterior a toda una amalgama de signos en el cielo y otros sucesos sobrenaturales. Más bien indica que nosotros, individualmente, accederemos al reino de Dios a través de nuestra propia muerte. Bajo esta perspectiva cobra sentido todo el discurso moral mesiánico, cuya urgencia para la conversión tiene el máximo valor en tanto que la corta duración de la vida de cada cual es la que determina la inminencia del fin. He aquí el verdadero apocalipsis.

Luca Signorelli. La resurrección de los muertos.
De este modo se comprende que el fin no llegará después de una gran tribulación que afecte a toda la tierra (esto se parece bastante a una construcción literaria a inspirada en las extendidas creencias apocalípticas de la época), sino que ese fin será efectivo, sí, pero de forma individual: a mí me llegará con mi muerte, a ti con la tuya y a la del resto con la que le corresponde.

En el sermón de la montaña Jesús redunda en la prédica de Juan el Bautista, y requiere la imperiosa urgencia de cambiar nuestras vidas de cara al futuro inmediato que viene (o más bien al que nos dirigimos): nuestro “juicio final”, donde daremos cuenta de nuestras obras. Un juicio final al que nos habremos de enfrentar, pero conforme vayamos llegando, no todos a la vez.

Pero, ¿por qué Jesús (o los evangelistas) tiene un lenguaje tan críptico? ¿Por qué no hablar con meridiana claridad, evitando toda posibilidad de duda? En cuestiones como esta, quizás, porque los evangelistas no comprendieron bien a su Maestro.

En todo caso, las creencias de entonces eran muy distintas a las de ahora. También, la inteligencia de hoy, en todos los aspectos, no tiene comparación con la de hace dos mil años. Jesús explica el sentido real y profundo de las leyes que regían las vidas de los judíos. Pero esas leyes estaban “ritualizadas” hasta el extremo.

Los fuertes y constantes reproches de Jesús a la casta sacerdotal y a las distintas ramificaciones (saduceos, fariseos, etc.) se basan precisamente en la hipocresía y la mala comprensión que hacen de dicha ley. Dios no es un rey soberbio que busque la adoración de sus súbditos (sacrificios, ofrendas); más bien es un padre amoroso que desea lo mejor para sus hijos. Así, los diez mandamientos no son tanto una ley rígida e impuesta, más propia de un déspota, como un decálogo de recomendaciones a seguir para mejor alcanzar el bienestar individual y colectivo, acorde a ese paternal afecto que atribuimos a Dios.

Jesús hace notar esto al “dar plenitud” a la ley. Debió suponer un gran trauma para muchos, pues se cuestionaba todo un sistema tradicional muy arraigado. Pero debía romperse para hacer comprender la verdadera esencia y descartar el error enquistado. Jesús estaba educando a su gente.

Volviendo a lo tratado en este comentario, entiendo que, por un lado, la traslación por escrito viene contaminada de inicio debido a una comprensión incorrecta de lo que Jesús quiso enseñar; de otro, el pueblo no tenía la suficiente capacidad para comprender una cuestión tan novedosa en aquel momento.

Según Jesús el reino de Dios está cerca, efectivamente. Y, efectivamente, su venida no tiene fecha y hora determinadas (Mateo 24, 37-44; 45-51; 25, 1-13). Pero bajo este prisma se comprende mejor por qué insistió tanto en que nos corrigiéramos: al final, ese horizonte apocalíptico era cierto; sólo que no fue bien interpretado.