miércoles, 25 de mayo de 2016

'No legalismo, sino voluntad de Dios'



Continuando con la lectura del apasionante ‘Ser cristiano’ de Hans Küng he llegado a un apartado cuyo título he adoptado para encabezar este comentario.
En él, Küng nos confronta la verdadera intención de Jesús respecto al legalismo arraigado en la sociedad judía de su tiempo.
Un análisis sobrio, objetivo y cimentado en una lógica difícil de contradecir, en el que achaca a esa aplicación rigorista de la Ley por parte del pueblo -incitados por la clase sacerdotal- la relajación moral y la incomprensión de la voluntad real de Dios.
El «hacer la voluntad de Dios» se ha convertido para muchos piadosos en una pía fórmula. Han identificado la voluntad de Dios con la Ley. La verdadera radicalidad de la expresión sólo se capta si se reconoce que la voluntad de Dios no se identifica sin más con la Ley escrita y muchísimo menos con la tradición interpretativa de la Ley. Si es cierto que la Ley puede expresar la voluntad de Dios, también lo es que puede convertirse en un medio de parapetarse tras ella en contra de la voluntad de Dios.
Limitar la Ley divina a una serie de preceptos que rijan los pormenores de la vida rutinaria de los hombres es reducir a Dios a mero legislador. Jesús viene a reinterpretarla y enseñar a la gente el sentido profundo de la misma: No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud. (Mt 5, 17).
Parece, sin embargo, que tendemos a establecer códigos normativos que regulen todos los escenarios de actuación posibles: individual, colectivo y espiritual. Esto no deja de ser un problema, pues se acaba por perder el sentido original que motivó tal regulación. Habla Küng: Cuando se identifica la letra de la ley con la voluntad de Dios, el proceso parece ser siempre el mismo: por interpretación y explicación de la ley se llega a la acumulación de leyes. (...) Cuanto más fino es el entramado de la red, tanto más numerosos son también los agujeros. Cuanto más se multiplican los mandatos y las prohibiciones, tanto más se encubre lo verdaderamente esencial.
Hans Küng, todo un referente para un Cristianismo crítico.
Si extrapolamos a nuestros días la actitud que Jesús, en su magisterio, procuró corregir en sus contemporáneos, observaremos sin demasiado esfuerzo que la propia Iglesia padece ese mismo mal, por el cual se ha enterrado bajo semejante serie de ritos, sacramentos, rosarios, oraciones, novenarios, procesiones, fórmulas, jerarquías y un sinnúmero de tradiciones y normas de toda índole que únicamente atañen a lo externo, que se requiere un esfuerzo sobrehumano trascender todo ese entramado que mantiene sepultada la esencia espiritual de la religión misma.
Así, cuando uno acude a Misa comprueba que no consiste en otra cosa que una serie de pequeños ritos encadenados que representan tal o cual momento evangélico, explicitados de manera más o menos enrevesada, cuyo seguimiento, tanto por parte del oficiante como de los feligreses, se realiza de manera tan robótica y automatizada que ha perdido por completo su sentido.
Difícil es encontrar gentes de mi generación que no sepan de pe a pa las réplicas y acciones que aprendimos de pequeños, y que hoy repetimos, no por convicción, sino mecánicamente, en cada ceremonia.
Jesús insistió en minimizar los rituales, como vemos en diversos pasajes: Mt 5, 23s; Mt 6, 1-8; Mt 23, 23.
Tengo la triste impresión que aún quedan muchos católicos que se conforman con la Ley, sin aplicar su esencia. Católicos que consideran que únicamente con acudir al culto dominical quedan justificados ante Dios y ante sí mismos, tal como pensaban aquellos judíos a los que increpaba Juan el Bautista (Mt 3, 7-9).
Ciertamente son épocas distintas y fórmulas diferentes, pero el fondo del problema persiste: la implantación de preceptos superficiales ha acabado por borrar de nuestra conciencia el sentido real de la Ley de Dios.
Como nos dice nuestro querido teólogo alemán de cabecera: Esta es, propiamente, la actitud legalista a la que Jesús asesta el golpe de gracia. No apunta a la misma Ley, sino al legalismo, del que la Ley se ha de mantener distante, a ese compromiso característico de la piedad legalista. Jesús rompe ese muro protector de los hombres, uno de cuyos lados lo representa la Ley de Dios y el otro las prestaciones legales del hombre. No permite que el hombre se parapete en el legalismo dentro de la Ley (...). El hombre, en efecto, no se encuentra respecto a Dios en una relación jurídica codificada en la que su propio yo pueda mantenerse al margen. No debe situarse el hombre ante la ley, sino ante Dios mismo: ante lo que Dios quiere personalmente de él.
Este inapelable análisis que clarifica la actitud externa, tan generalizada en la época del Cristo, tiene enormes paralelismos con la que hoy padece una Iglesia católica de la que unos cuantos esperamos y fomentamos una reforma seria, profunda y honesta, que anteponga la verdadera Ley de Dios a los cultos (que no dejan de ser formas de idolatría) que no sirven más que para repetir fórmulas sacramentales sin más intención que salvaguardar la propia institución.

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