jueves, 12 de mayo de 2016

Escepticismo Vs. credulidad



Sería enteramente gratuito que un lector acrítico pensase que podemos presuponer de antemano la credibilidad histórica de un fragmento tradicional, que podemos aceptar en bloque el contenido íntegro de los evangelios (lo mismo que el del Antiguo Testamento) como una suma de hechos históricos. Pero no sería menos gratuito que un lector hipercrítico creyese que la credibilidad es de antemano excepción, que casi nada de lo que hay en los evangelios puede tomarse como hecho histórico. La verdad está entre la credulidad superficial, que tiene gran afinidad con la superstición, y el escepticismo radical, que muchas veces va unido a una acrítica credulidad en las hipótesis. Ser cristiano. Hans Küng.
Encontramos en esta cuestión –como en tantas otras- una confrontación entre dos posiciones polarizadas; dos posturas que se escoran hacia los extremos en su afán por justificar sus respectivas opiniones.
Küng expone en el texto citado, de manera bien clara, esa controversia entre aquellos que, en virtud de una fe ciega, da por válido todo texto neotestamentario, a pesar de la incapacidad de verificar la existencia del Cristo; y quienes abanderan un escepticismo radical que, precisamente amparados en esta carencia de certezas objetivas, reniegan de los claros indicios que hacen evidente la presencia histórica y real de Jesús.
Resultaría infinitamente más complicado justificar la historia romana, judía y cristiana en época de Jesús negando su existencia que admitiéndola, pues las crónicas de todos ellos lo tienen presente, dándole así carta de veracidad.
Sin embargo, como bien comenta el teólogo alemán, los evangelios no quieren informar sobre Jesús históricamente, no quieren describir su «evolución». Del principio al final quieren anunciarlo a la luz de su resurrección como el Mesías, el Cristo, el Señor, el Hijo de Dios.
Parece claro, en efecto, que los textos evangélicos no son informes neutrales de hechos históricos, sino predicaciones transcritas con el fin específico de proclamar la fe en el Mesías. Cedamos de nuevo la palabra a Küng para que nos hable de los evangelios: Miran a Jesús con los ojos de la fe. Son, en definitiva, testimonios de fe comprometidos y comprometedores, documentos no de observadores desinteresados, sino de creyentes convencidos; quieren llamar a la fe en Jesucristo y tienen por eso forma interpretativa, incluso confesional. Relatos que son a la vez, en el más amplio sentido de la palabra, predicaciones.
Es importante, tanto para el creyente como para el agnóstico y el ateo interesados, tener en cuenta esta visión de los evangelios: el crédulo debe someter a examen su fe, ponerla en peligro, sacarla del acomodo del dogma, que -lamentablemente- invita a admitir lo inefable sin ponerlo en cuestión.
El ateo, por su parte, y específicamente el occidental, debe interrogarse si la negación de Dios que profesa no enmascara un rechazo a una Iglesia católica cuya historia plagada de sombras espanta a tantos. Ingenua y erróneamente tendemos a identificar a Dios con la Iglesia, de modo que cuando repudiamos ésta la consecuencia directa es renegar de la trascendencia y negar la posibilidad de Dios.
Ser cristiano. Hans Küng.
Es, por tanto, importante preguntarse por Dios de manera objetiva, obviando el filtro desfigurador de la Iglesia, mero intermediario doctrinal.
Volviendo a la historicidad de Jesús, hacemos nuestra aquella máxima que asegura que la virtud se encuentra en el centro. Así, juzgamos insensato tanto una credulidad que se auto exime de todo análisis y búsqueda de la razón como un negacionismo, perfectamente respetable pero igualmente conformista y mundano, incapaz de conectar con toda forma de espiritualidad o trascendencia.
De ahí que sea muy crítico y severo con tradicionalismos, ritos y rituales, aseveraciones de una Iglesia que afirma con rotundidad determinados conocimientos de lo divino; doctrinas que empequeñecen la majestad divina de un Dios al que le atribuyen pobres actitudes humanas, etc. Porque no creo que ninguna religión sea –aún- capaz de captar y comprender a Dios en detalle, no más intuirlo fugaz y furtivamente.
No puedo asimilar una fe que no sólo no se molesta en responder a las innumerables preguntas que le lanzo, sino que tiene por virtud la mansedumbre intelectual, de la que patéticamente se gloría.
Pero es apasionante el proceso interno por el cual uno trata de conciliar su fe -inspirada en una intuición de Dios verosímil aunque indemostrable- con esa razón que conceda un mínimo apoyo, por precario que sea.
Consciente de mi ingenuidad al tratar de hacer palpable lo que carece de materia, permanezco en ese tránsito del peregrino cuya felicidad halla en el propio camino y en el mismo caminar.

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