lunes, 9 de mayo de 2016

¿El Cristo del dogma?



 
Dentro del apasionante y crítico estudio de Hans Küng “Ser cristiano”, publicado en 1975 con una más que notable repercusión, aparece un apartado titulado precisamente así: ¿El Cristo del dogma? Küng cuestiona (como hace a lo largo de toda la obra) la doctrina de las dos naturalezas del Cristo, según la cual Jesús sería, a la vez, hombre y Dios, así como la trinitaria, por la que Dios es, simultáneamente, Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Es bien sabido que la creencia en Dios es, a día de hoy, una cuestión de fe. Dios es indemostrable, de manera que sólo podemos acceder a Él por medio de nuestra voluntad de hallarlo. Lo que Küng plantea, en el fondo, es la credibilidad de la Iglesia de nuestro tiempo, cuando mantiene su esencia doctrinal en cuestiones que se establecieron como dogma de fe hace más de un milenio, y que el desarrollo intelectual del hombre actual no admite sin una sanción que le dé, al menos, visos de posibilidad.
La Iglesia necesita humillarse (no en sentido de humillación, sino de humildad), ser honesta consigo misma y, por tanto, con toda la Humanidad, y cuestionar honrada y severamente cada uno de esos dogmas que la razón, para asumir, necesita comprender.
Son muchas las cuestiones insertadas por la religión en el inconsciente colectivo que son rechazadas por la razón: el infierno, las penas eternas, la existencia del diablo, la propia naturaleza del Cristo, así como su encarnación virginal, la justicia de los milagros, la intercesión de los santos, la idolatría trasnochada en la que ha acabado el cristianismo, etc.
Pero la reflexión que inspira mi divagación responde a este párrafo:
El mensaje cristiano quiere hacer comprender lo que Cristo significa, lo que Cristo es para el hombre de hoy. Mas este Cristo, ¿llegará hoy a ser realmente comprendido por los hombres, si se toma como único punto de partida el dogma, la doctrina establecida de la trinidad?, ¿si se presupone sin más la divinidad de Jesús, una preexistencia del Hijo, para preguntarse después solamente cómo este Hijo de Dios pudo unir consigo, asumir una naturaleza humana, hasta tal punto que la cruz y la resurrección llegan a aparecer muchas veces como meras consecuencias resultantes de la «encarnación»?, ¿si se subraya unilateralmente el título de Hijo de Dios, y se despoja a Jesús, en lo posible, de su humanidad y se le niega su realidad personal de hombre?, ¿si más bien se adora a Jesús como divinidad en lugar de imitarlo en cuanto hombre terreno? ¿Acaso no se ajustaría más a los testimonios neotestamentarios y al pensamiento marcadamente histórico del hombre contemporáneo partir, como los primeros discípulos, del verdadero hombre Jesús, de su mensaje y de su aparición histórica, de su vida y su destino, de su realidad temporal y de su incidencia en la historia, para preguntar por la relación de este Jesús hombre con Dios, por su unidad con el Padre? En una palabra: menos cristología especulativa o dogmática «desde arriba», a la manera clásica, y más cristología histórica «desde abajo», es decir, desde el Jesús histórico concreto, como corresponde a la mentalidad del hombre actual, sin negar por supuesto la legitimidad de la cristología antigua.
Küng se pregunta, con toda razón y de manera poco velada, si la doctrina de la Iglesia tiene una base sólida. El hecho mismo de cuestionar a la Iglesia desde la Teología ofrece una respuesta: no, no hay una base estable. Sin embargo el autor no niega la posibilidad, se limita a clamar la necesidad de analizarla, estudiarla, mostrar una actitud revisionista acorde a los tiempos que corren, en los que la exigencia intelectual es, por fortuna, cada vez mayor.
Esta actitud aperturista otorgaría a la Iglesia de una credibilidad inaudita y altamente beneficiosa para la institución. Al fin y al cabo estaría humanizándose, apeándose de un pedestal de infalibilidad otorgado a sí misma en razón a un episodio evangélico cuyo significado es muy interpretable.
Nada más saludable que aplicarse una buena dosis de humildad.
Küng pide que se cuestione la mayor, no desde de una posición sustentada en el aire o sobre el barro, sino construir una plataforma firme desde donde defender la fe con dignidad, sin necesidad de apelar a una creencia estúpida, irracional y mansa que no se haga preguntas: esa fe, al carecer de sostén, se condena a sí misma.
Pero, ¿por qué buscar a Jesús desde una adoración supersticiosa en lugar de hacerlo desde Su palpable y real ejemplo de vida? ¿Por qué entretenernos en imaginar la forma y el cómo el Cristo pudo compaginar dos naturalezas, humana y divina, y no escogemos seguir sus preceptos en cuanto a cómo debemos configurar, por nuestra parte, la relación entre el hombre y el Padre?
El autor hace una severa crítica al inmovilismo merced al cual la Iglesia se ha convertido en la institución más poderosa e influyente de la Historia, a pesar de su evidente decadencia. Es imposible subsistir a la razón sin argumentos. Todas las religiones han sucumbido al progreso que, en su momento histórico, las ha acabado enterrando.
Lo que pervive desde todo tiempo no son las distintas formas de religión, sino la intuición que el hombre tiene de Dios, de la trascendencia, de la justicia universal, de la inmortalidad de la conciencia. De todo esto hallamos indicios en la creación, en la configuración de la vida, en la evolución física e intelectual y, cómo no, en el hecho mismo de la propia existencia. Hoy la inteligencia exige pruebas o, al menos, indicios, sin los cuales se desmorona la fe.
Aún somos un pueblo de bárbaros, capaces de las mayores atrocidades. Con todo, hemos progresado mucho en estos dos últimos milenios, y no aceptamos la imposición de dogmas, sólo de la razón: si tal o cual doctrina no se sostiene por tal razón, acabará derrotada.
La Iglesia no debe actualizarse con el fin llegar a más gente, sino para ser capaz de ofrecer un mensaje sólido y creíble. Precisa superar tiempos de vieja y a la vez infantiloide superstición sin base alguna para convertirse en vanguardia y romper todos los esquemas y parámetros que la mantienen encadenada. No es una cuestión de valentía, sino de pura supervivencia: de no hacerlo la Iglesia seguirá cayendo (como hasta ahora) arrastrada por su mensaje vacío de verosimilitud.

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