El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda
su vida por mí, la encontrará. (Mt 10, 39).
Este versículo es otro de los que han generado ríos de tinta a cuenta
de su significado profundo. Tomado literalmente suena duro, sectario,
pretencioso, digno de fanáticos religiosos.
No se refería Jesús con estas palabras a que debíamos romper con el
mundo y entregarnos a él como insensatos. Muy al contrario, nos llama a una
severa reflexión de nuestro propio modo de vida; nos pide que nos sometamos a
examen, confrontemos nuestras obras a lo que realmente se ajusta a las máximas
del bien que Dios desea para sus hijos.
Jesús veía en sus oyentes la miseria moral a la que el tradicionalismo
religioso los tenía sujetos. Esto no debía darse, ciertamente, por maldad; debían
haber bastantes abusos por parte de las clases sacerdotales privilegiadas, pero
el fuerte arraigo de las costumbres hizo que se diera por buena la suplantación
de facto de una interminable serie de normas de vida respecto al espíritu de la
Ley divina.
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Todo camino es apasionante. |
Jesucristo se dedica a dar
plenitud a la Ley y los Profetas,
desvelando todo su sentido, que nada tiene que ver con las formas cultuales que
se venían aplicando. Así se comprende que aquellas pobres gentes, que no
comprendían el verdadero valor de dichos mandamientos (yo prefiero llamarlos
recomendaciones), no practicaran una vida ejemplar.
Cuando viene Jesús a decir que quienes encuentren su vida la perderán,
está diciendo que los que permanezcan, como hasta entonces, ignorando la nueva
interpretación religiosa, se condena a sí mismo a transitar por ese camino
ancho de perdición; sin embargo, aquél que pierde su vida por él es quien ha
comprendido que estas enseñanzas nuevas ha de aplicarlas en sus actos
cotidianos para, de este modo, andar por el camino estrecho que lleva al reino
de los cielos.
No es vanidad ni superioridad lo que pretende transmitir Jesús, sino
seguridad: la seguridad con la que enseñaba en las sinagogas; esa seguridad
proporcionada por el conocimiento cierto de Dios. Por eso asegura que él es la luz del mundo. (Jn 8, 12). Jesús no
se reivindica a sí mismo, sino su enseñanza y su evangelio.
Cuando nosotros lo aceptamos, nuestra percepción cambia radicalmente
en todos los ámbitos. Esperanzados, acogidos por el yugo de Jesús, vemos el
mundo con otros ojos, como con un filtro que da a la realidad tintes
diferentes. Somos más complacientes, más pacientes y comprensivos con los
demás, más auto exigentes, pero también más críticos con la sociedad; denunciamos
los abusos de los poderosos sobre la masa social desamparada (como ovejas sin pastor), así como
tratar de hacer ver a ésta su situación, cuya suerte puede cambiar si toma
conciencia de ello, pues al hacerlo modificará su actitud, contagiando de esta
manera a otros y contribuyendo a tejer una red que, lenta pero inexorablemente,
sirva para generar una sociedad cada vez más capaz y justa, pues la estaremos
cimentando sobre la roca a la que alude el nazareno para alabar al prudente (Mt
7, 24s).
Jesús, con aquello de perder la vida para ganarla, no habla de
mártires en honor de ninguna religión. Jesús no pretende instituir -y mucho
menos institucionalizar- religión alguna. Él nos habla a la inteligencia, al
corazón y al alma. A la inteligencia para comprender; al corazón para, habiendo
comprendido, amar; al alma, para agradecer por la felicidad que viene de la fe,
pero una fe bien entendida y libre de los dogmas, rituales e idolatrías
derivados de pretender instrumentalizar lo inefable.
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