Continuando con la lectura del apasionante ‘Ser cristiano’ de Hans
Küng he llegado a un apartado cuyo título he adoptado para encabezar este comentario.
En él, Küng nos confronta la verdadera intención de Jesús respecto al
legalismo arraigado en la sociedad judía de su tiempo.
Un análisis sobrio, objetivo y cimentado en una lógica difícil de contradecir,
en el que achaca a esa aplicación rigorista de la Ley por parte del pueblo -incitados
por la clase sacerdotal- la relajación moral y la incomprensión de la voluntad
real de Dios.
El «hacer la voluntad de Dios» se ha convertido para
muchos piadosos en una pía fórmula. Han identificado la voluntad de Dios con la
Ley. La verdadera radicalidad de la expresión sólo se capta si se reconoce que
la voluntad de Dios no se identifica sin más con la Ley escrita y muchísimo
menos con la tradición interpretativa de la Ley. Si es cierto que la Ley puede
expresar la voluntad de Dios, también lo es que puede convertirse en un medio
de parapetarse tras ella en contra de la voluntad de Dios.
Limitar la Ley divina a una serie de preceptos que rijan los
pormenores de la vida rutinaria de los hombres es reducir a Dios a mero legislador.
Jesús viene a reinterpretarla y enseñar a la gente el sentido profundo de la
misma: No creáis que he venido a abolir
la Ley y los Profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud. (Mt 5,
17).
Parece, sin embargo, que tendemos a establecer códigos normativos que
regulen todos los escenarios de actuación posibles: individual, colectivo y
espiritual. Esto no deja de ser un problema, pues se acaba por perder el
sentido original que motivó tal regulación. Habla Küng: Cuando se identifica la letra de la ley con la voluntad de Dios, el
proceso parece ser siempre el mismo: por interpretación y explicación de la ley
se llega a la acumulación de leyes. (...) Cuanto más fino es el entramado de la
red, tanto más numerosos son también los agujeros. Cuanto más se multiplican
los mandatos y las prohibiciones, tanto más se encubre lo verdaderamente esencial.
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Hans Küng, todo un referente para un Cristianismo crítico. |
Si extrapolamos a nuestros días la actitud que Jesús, en su
magisterio, procuró corregir en sus contemporáneos, observaremos sin demasiado
esfuerzo que la propia Iglesia padece ese mismo mal, por el cual se ha enterrado bajo semejante serie de ritos, sacramentos, rosarios, oraciones, novenarios,
procesiones, fórmulas, jerarquías y un sinnúmero de tradiciones y normas de toda índole que únicamente
atañen a lo externo, que se requiere un esfuerzo sobrehumano trascender todo
ese entramado que mantiene sepultada la esencia espiritual de la religión
misma.
Así, cuando uno acude a Misa comprueba que no consiste en otra cosa que una
serie de pequeños ritos encadenados que representan tal o cual momento evangélico, explicitados de
manera más o menos enrevesada, cuyo seguimiento, tanto por parte del oficiante
como de los feligreses, se realiza de manera tan robótica y automatizada que ha
perdido por completo su sentido.
Difícil es encontrar gentes de mi generación que no sepan de pe a pa las réplicas y acciones que aprendimos de pequeños, y que hoy repetimos, no por convicción, sino
mecánicamente, en cada ceremonia.
Jesús insistió en minimizar los rituales, como vemos en diversos
pasajes: Mt 5, 23s; Mt 6, 1-8; Mt 23, 23.
Tengo la triste impresión que aún quedan muchos católicos que se conforman
con la Ley, sin aplicar su esencia. Católicos que consideran que únicamente con
acudir al culto dominical quedan justificados ante Dios y ante sí mismos, tal
como pensaban aquellos judíos a los que increpaba Juan el Bautista (Mt 3, 7-9).
Ciertamente son épocas distintas y fórmulas diferentes, pero el fondo
del problema persiste: la implantación de preceptos superficiales ha acabado
por borrar de nuestra conciencia el sentido real de la Ley de Dios.
Como nos dice nuestro querido teólogo alemán de cabecera: Esta es, propiamente, la actitud legalista a la que Jesús asesta el golpe
de gracia. No apunta a la misma Ley, sino
al legalismo, del que la Ley se ha de mantener distante, a ese compromiso
característico de la piedad legalista. Jesús rompe ese muro protector de los
hombres, uno de cuyos lados lo representa la Ley de Dios y el otro las
prestaciones legales del hombre. No permite que el hombre se parapete en el
legalismo dentro de la Ley (...). El hombre, en efecto, no se encuentra
respecto a Dios en una relación jurídica codificada en la que su propio yo
pueda mantenerse al margen. No debe situarse el hombre ante la ley, sino ante
Dios mismo: ante lo que Dios quiere personalmente de él.
Este inapelable análisis que clarifica la actitud externa, tan generalizada en la
época del Cristo, tiene enormes paralelismos con la que hoy padece una Iglesia
católica de la que unos cuantos esperamos y fomentamos una reforma seria,
profunda y honesta, que anteponga la verdadera Ley de Dios a los cultos (que no
dejan de ser formas de idolatría) que no sirven más que para repetir fórmulas
sacramentales sin más intención que salvaguardar la propia institución.
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