Sería enteramente gratuito que un
lector acrítico pensase que podemos presuponer de antemano la credibilidad
histórica de un fragmento tradicional, que podemos aceptar en bloque el
contenido íntegro de los evangelios (lo mismo que el del Antiguo Testamento)
como una suma de hechos históricos. Pero no sería menos gratuito que un lector
hipercrítico creyese que la credibilidad es de antemano excepción, que casi
nada de lo que hay en los evangelios puede tomarse como hecho histórico. La
verdad está entre la credulidad superficial, que tiene gran afinidad con la
superstición, y el escepticismo radical, que muchas veces va unido a una
acrítica credulidad en las hipótesis. Ser cristiano.
Hans Küng.
Encontramos
en esta cuestión –como en tantas otras- una confrontación entre dos posiciones
polarizadas; dos posturas que se escoran hacia los extremos en su afán por justificar
sus respectivas opiniones.
Küng
expone en el texto citado, de manera bien clara, esa controversia entre
aquellos que, en virtud de una fe ciega, da por válido todo texto
neotestamentario, a pesar de la incapacidad de verificar la existencia del
Cristo; y quienes abanderan un escepticismo radical que, precisamente amparados
en esta carencia de certezas objetivas, reniegan de los claros indicios que
hacen evidente la presencia histórica y real de Jesús.
Resultaría
infinitamente más complicado justificar la historia romana, judía y cristiana
en época de Jesús negando su existencia que admitiéndola, pues las crónicas de
todos ellos lo tienen presente, dándole así carta de veracidad.
Sin
embargo, como bien comenta el teólogo alemán, los evangelios no quieren informar sobre Jesús históricamente, no
quieren describir su «evolución». Del principio al final quieren anunciarlo a
la luz de su resurrección como el Mesías, el Cristo, el Señor, el Hijo de Dios.
Parece
claro, en efecto, que los textos evangélicos no son informes neutrales de
hechos históricos, sino predicaciones transcritas con el fin específico de proclamar
la fe en el Mesías. Cedamos de nuevo la palabra a Küng para que nos hable de
los evangelios: Miran a Jesús con los
ojos de la fe. Son, en definitiva, testimonios de fe comprometidos y
comprometedores, documentos no de observadores desinteresados, sino de
creyentes convencidos; quieren llamar a la fe en Jesucristo y tienen por eso
forma interpretativa, incluso confesional. Relatos que son a la vez, en el más
amplio sentido de la palabra, predicaciones.
Es
importante, tanto para el creyente como para el agnóstico y el ateo interesados,
tener en cuenta esta visión de los evangelios: el crédulo debe someter a examen
su fe, ponerla en peligro, sacarla del acomodo del dogma, que -lamentablemente-
invita a admitir lo inefable sin ponerlo en cuestión.
El
ateo, por su parte, y específicamente el occidental, debe interrogarse si la
negación de Dios que profesa no enmascara un rechazo a una Iglesia católica
cuya historia plagada de sombras espanta a tantos. Ingenua y erróneamente
tendemos a identificar a Dios con la Iglesia, de modo que cuando repudiamos
ésta la consecuencia directa es renegar de la trascendencia y negar la
posibilidad de Dios.
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Ser cristiano. Hans Küng. |
Es,
por tanto, importante preguntarse por Dios de manera objetiva, obviando el
filtro desfigurador de la Iglesia, mero intermediario doctrinal.
Volviendo
a la historicidad de Jesús, hacemos nuestra aquella máxima que asegura que la
virtud se encuentra en el centro. Así, juzgamos insensato tanto una credulidad que
se auto exime de todo análisis y búsqueda de la razón como un negacionismo, perfectamente respetable
pero igualmente conformista y mundano, incapaz de conectar con toda forma de
espiritualidad o trascendencia.
De
ahí que sea muy crítico y severo con tradicionalismos, ritos y rituales,
aseveraciones de una Iglesia que afirma con rotundidad determinados
conocimientos de lo divino; doctrinas que empequeñecen la majestad divina de un
Dios al que le atribuyen pobres actitudes humanas, etc. Porque no creo que
ninguna religión sea –aún- capaz de captar y comprender a Dios en detalle, no
más intuirlo fugaz y furtivamente.
No
puedo asimilar una fe que no sólo no se molesta en responder a las innumerables
preguntas que le lanzo, sino que tiene por virtud la mansedumbre intelectual,
de la que patéticamente se gloría.
Pero
es apasionante el proceso interno por el cual uno trata de conciliar su fe -inspirada
en una intuición de Dios verosímil aunque indemostrable- con esa razón que conceda
un mínimo apoyo, por precario que sea.
Consciente
de mi ingenuidad al tratar de hacer palpable lo que carece de materia, permanezco
en ese tránsito del peregrino cuya felicidad halla en el propio camino y en el
mismo caminar.
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