Parece que, tras décadas de un bipartidismo atroz del que se han
servido políticos, empresarios y sinvergüenzas de distinta calaña para
esquilmar y comerciar con los recursos públicos en su beneficio, comienza la
sociedad a tomar conciencia del cambio de ciclo que se nos viene encima.
Podríamos aplicar aquí la teoría darwinista de la selección natural que afirma,
grosso modo, que la Naturaleza utiliza sus mecanismos para desechar lo
imperfecto en favor de una situación más adecuada y dirigida a una mejor
estación que la precedente. Esto es, la evolución misma.
Si echamos un vistazo a la propia existencia comprobaremos que, en
efecto, esa evolución es siempre progresiva en sus resultados, aunque a menudo éstos
se hayan dado sólo a costa de sufrir y superar desgarradoras tragedias
(naturales o provocadas).
Con esto quiero señalar que, a pesar del hombre, quien se considera
dueño y señor del mundo que habita, se da una fuerza superior a él que lo
somete a una permanente e imparable evolución.
Es innegable que la existencia, enmarcada en las dimensiones física y
temporal, admite cualquier cosa excepto quietud. Dice Heráclito (aunque de otro
modo) que uno no podrá bañarse dos veces en el mismo río: el agua del río habrá
cambiado, y la persona también.
Una vez establecido el constante desarrollo de la realidad, a nivel
universal e individual, se puede comprender que el conservadurismo social y
político, al colocarse en franca oposición a la tendencia al movimiento natural
de todas las cosas, se condena a sí misma, como así nos muestra la Historia.
Hoy, la humanidad (si descontamos los pueblos primitivos y las
culturas retrógradas cuyo desarrollo camina por lo que fue nuestra Edad Media)
acepta de forma tan indiscutible determinadas cuestiones que hasta hemos
olvidado que, para llegar al punto en que nos encontramos, muchos debieron
luchar y morir por ellas. La democracia, la igualdad racial y de género, la
libertad, los derechos laborales o el principio de solidaridad, por ejemplo,
son asimilados sin esfuerzo por nuestra conciencia (no tanto por nuestros
actos), aunque antaño sólo algunos pioneros tuvieron más desarrollado ese grado
de intuición, muy superior al que imperaba en su momento.

El problema es que, hasta ahora, el hombre no ha sido capaz de
encontrar solución a su convivencia, viéndose limitado a extirpar de sí el
cáncer. La implantación del nuevo sistema de turno, ‘salvador’ del pueblo,
siempre ha terminado por convertirse en un nuevo virus que acabará extendiendo
la metástasis. George Orwell lo plantea magistralmente en su imprescindible
‘Rebelión en la granja’: al final, un poder sustituye a otro.
La teoría del perfeccionamiento gradual, sin embargo, no encuentra
contradicción alguna en este análisis. Muy al contrario, es lo que sustenta sus
postulados: el hombre (la humanidad) evoluciona tecnológica, intelectual y
moralmente partiendo desde un primitivismo animal que lo limita a la mera
subsistencia y en el que anduvo instalado miles de años en un proceso evolutivo
extremadamente lento; la sedentarización acaecida merced a la implantación de
la agricultura y el pastoreo, al garantizar el alimento, supone el salto integral
más importante conocido. Mientras que el ser humano, para llegar a tal estatus,
precisó millones de años, el establecimiento en poblados ha permitido que en
menos de diez milenios hayamos pasado de las puntas de flecha a la conquista de
la Luna (por citar el hito por excelencia).
Pero, ¿qué tiene que ver esto con nuestra situación sociopolítica?
Como apuntaba más arriba, nada permanece inmóvil, el progreso es una ley
natural superior a toda voluntad, y estamos sometidos a ella incluso de manera
inconsciente. Es necesario establecer unas bases mínimas que nos permitan
comprender el comportamiento humano.
Ya de vuelta a la actualidad, la podremos analizar desde una
perspectiva más abierta y ajustada a la realidad.
Será en la próxima entrada al blog.